Patricia Kolesnicov. DE LA REDACCION DE CLARIN.
“Choripán”, “franelear” y “chucho” son sólo algunas de las palabras recopiladas en el “Diccionario del habla de los argentinos”. Los investigadores trabajaron cinco años observando los cambios del lenguaje.
Creo que decir ‘se bajó Menem’, es un argentinismo”, dice Susana Anaine, la subdirectora del Departamento de Investigaciones Filológicas de la Academia Argentina de Letras. Lo dice leyendo “se bajó Menem” de una hojita de cuaderno garabateada. Así empieza el camino por el que muchas palabras han ido a parar al Diccionario del habla de los argentinos, que se acaba de publicar.
Del habla de los argentinos, sí, que es castellano, pero ese castellano que cualquier argentino sabe que no le entenderán los hispanohablantes de otras latitudes.
La Academia acaba de sacar un diccionario entero con esas palabras, un diccionario donde figuran “miguelito” (y es un clavo, no un chico), “mersa”, “mielero” y “hacer la pera”.
Un diccionario que sabe —y explica— qué es un “escrache”, y puede “cachar” perfectamente lo que se dice sin ser ningún “bocho”. Que mira por dentro a los que hablan y sabe lo que es “romperse el alma”, “pisar el palito”, “irse a los caños” y “andar seco”. O “ponerse el lompa”, “piantarse de la casa” y salir para el “cacerolazo”.
Lo hicieron entre once personas, investigadores de la Academia, un poco en la Academia misma —entre fichas, un par de computadoras que una empresa donó y que ya están lejos de ser nuevas, libros, libros, libros— y otro poco en la calle. Con las orejas paradas, con la tele prendida, con Internet, con los reality shows, con los diarios y las revistas. En todas partes el castellano de la Argentina vive y cambia. Lo difícil es pescarlo.
“Usamos nuestro olfato de hablantes. Alguien trae una palabra o una frase, la investigamos, tratamos de ver si se usa —y cómo— en otras partes, buscamos ejemplos de su aparición en los medios o en algún libro, si nos parece que forma parte del habla de los argentinos, hacemos una definición y la pasamos a la Comisión de Habla de los Argentinos. Ahí se revisa, se acepta o se rechaza, se modifica, ése es el camino”, cuenta Anaine.
¿Todas las palabras merecen estar en un diccionario? “Nos fijamos que la palabra tenga un uso reconocido en una comunidad y que no sea una de esas palabras al viento, que pasan y se dejan de usar. A veces esperamos, a ver qué pasa con una palabra”, dice Anaine. Y esta redactora lo comprueba. Otra investigadora se acerca y le habla a Anaine de “corralito”. ¿Se va a seguir usando? Suponen que sí, pero quizás como “rodrigazo”, para contar algo del pasado, algo puntual. Quizás, entonces, tenga que ir a la enciclopedia y no al diccionario. Se sigue estudiando.
Las que no se saben si durarán, quizás no. Las que ya casi no se usan, en cambio, seguro que sí. “Es parte de la utilidad del diccionario, así se puede saber de qué se trata una palabra que puede aparecer en un texto y ya no se usa”. El diccionario lo indica: desusado, dice, antes de explicar uno de los significados de “amurar”: “dejar a alguien abandonado”. El ejemplo es cantado: “Percanta que me amuraste/en lo mejor de mi vida”. Desusado y de Cuyo: “Catarato”: agente de policía.
“Tomamos en cuenta el uso más difundido y no a alguien que marque el buen uso”, dice Anaine. “Miramos en Internet, si ponemos una palabra en un buscador y aparece muchas veces, entendemos que se está usando, pero tampoco damos como válida una palabra sólo porque aparezca en Internet”.
¿Pero todas las palabras que se usan merecen estar en un diccionario? ¿Incluso las que, bueno, no se dicen a la hora del té? “Si se usan, sí”, dice Anaine. “Lo que hacemos es indicar el nivel de uso: pueden ser coloquiales, las que se usan en cualquier conversación informal, o vulgares, que son esas palabras que caerían mal en esa misma conversación”. Lo sabe una nena que se arregla la pollera y el nivel de lengua para entrar a la Dirección de la escuela. Lo saben los que cargan de palabras “vulgares” un cantito, para agredir. Los hablantes lo hacen, el diccionario lo describe. Hay muchos ejemplos. Entre las coloquiales: “amueblado”: hotel donde se alquilan habitaciones para citas amorosas; “andar como bola sin manija”: hallarse desorientado; “descular”: desentrañar, comprender el funcionamiento de algo.
Vulgares son aquellas que no se suelen escribir en el diario. Por ejemplo —esto es una excepción—, “Dar bola”: prestar atención; “Cachucha”: órgano sexual de la mujer; “Cagar”: perjudicar a alguien. Las vulgaridades, por supuesto, pueden estar en textos consagrados, como Don segundo sombra, de Ricardo Güiraldes. De ahí la Academia toma el ejemplo para definir “pedo”. “te vi’a zapar de culo en el bañadero ‘e los patos pa’ que se te pase el pedo”, dice. La definición —cualquier argentino lo sabe— es “estado de ebriedad, borrachera”.
El idioma dice lo que dice y dice las intenciones de quien habla. Por eso, en el diccionario se avisa si una palabra es despectiva. Es el caso de “bolita”: natural de Bolivia. De “ortiva”: soplón, batidor.
Claro que no alcanza con poner “piantavotos”, con poner “entrevero”, o “de cuarta”, o “rigorear” o “tira”, no alcanza con poner todo el Diccionario del habla de los argentinos para escribir un texto que suene argentino. Eso dicen algunos escritores. “Palabras las hay, y muchas —dice la poeta Diana Bellessi— pero me parece que se trata, particularmente, de un tono, de una disposición de la sintaxis, eso que yo llamo encontrar la frase, o la llegada de la frase en algún momento del poema que reúne todo lo demás a su alrededor, y que se siente venir del habla, el habla argentina o el habla del pago. Por supuesto que el voseo y su consecuente alteración verbal también anclan territorialmente el idioma, y todos los localismos, las palabras indígenas, las contracciones (ha’i de tener, por ejemplo) y el lunfa urbano.”
Leopoldo Brizuela, Premio Clarín de Novela 1999, opina: “Tengo la certeza, como lector y escritor, de que hablamos y escribimos otro idioma que el que se escribe, sobre todo, en Castilla. Me cuesta tanto trabajo leer el ‘castellano’ como leer en otro idioma. Además, siento que este idioma nuestro no se caracteriza tanto por sus palabras propias como por una austeridad, que los españoles suelen confundir, en un resabio de mirada imperial, con pobreza. Una austeridad, en fin, que tiene menos que ver con lo dicho que con los silencios, o mejor, con el silencio, con la experiencia del silencio. Quizá porque en nosotros perdure el trauma de todo inmigrante: hallarse en una playa extranjera y comprender que hay muchas, muchísimas más cosas que palabras, y que siempre las habrá —perder la seguridad imperial en el poder del lenguaje—. En la literatura, quien escribe por primera vez esa lengua es Borges. Si se quiere, escribimos en lengua Borges”.
Este trabajo, el que hoy se publica, empezó a hacerse en 1998, pero tuvo como base el Registro del habla de los argentinos, una publicación anterior de la Academia y la impresionante colección de fichas en las que se registran palabras desde la década del 60.
Por supuesto, un diccionario argentino registra palabras de origen quechua —como “chucho”, “machar”, “pampa” y “chúcaro”—, de origen guaraní —como “mamboretá” y “matete”—, de origen araucano —como “mallín”— y de origen francés, como “galocha”. Y sin duda, muchos italianismos, que son como una marca en el orillo de la argentinidad: “A veces —dice Anaine— ponemos palabras que se usan también en países vecinos. Entre las que son exclusivas de la Argentina hay, sobre todo, italianismos”.
Ejemplos varios: “¡Minga!”: voz que expresa negación, falta o ausencia de algo; “Minestrón”: sopa de verduras con fideos o arroz y legumbres; “Pelandrún”: Pícaro, astuto.
No es definitivo, no está completo, no es una foto acabada del habla argentina, “pero en algún momento teníamos que terminar”. La gente de la Academia, que hoy preside Pedro Luis Barcia, y en particular la gente del Departamento de Investigaciones Lingüísticas y Filológicas —Francisco Petrecca y Susana Anaine— abrieron una dirección de correo electrónico para quienes quieran discutir alguna definición o aportar una palabra: diah@aal.universia.com.ar.
Y como siempre, por dudas del lenguaje, funciona el Servicio de Atención de Consultas Telefónicas, de 13.15 a 18.45 al 4802-2408.
De allí saldrán mejoras para la próxima edición, que será en dos años. Posta.