Instrucciones para entrar a una librería

Por Sebastián Riestra 

Los dos amigos renovaban el rito del diálogo en el pequeño café de una librería céntrica. Dos veces por semana, cortado liviano y café de por medio, se reunían entre los objetos que amaban, cada uno a su manera.

El más veterano, que andaba bordeando la riesgosa frontera del medio siglo, había conocido ese país donde las editoriales más importantes del mundo de habla hispana estaban en la Argentina y donde los libros se vendían como pan caliente en los puestos de diarios. El más joven, en cambio, era hijo del rigor posmoderno de los noventa y estaba acostumbrado a digerir las horribles traducciones españolas con paladar estoico. Ambos, sin embargo, compartían la preocupación por la invasión creciente de bestsellers y material de autoayuda, que acechaba a los incautos desde la misma entrada del local. Y aquel día el mayor se venía con algo entre las manos.

—Escuchá con atención —le ordenó al más joven, que casi se atraganta con la medialuna dulce—. Anoche no podía dormir y salió este texto.

Y sin esperar respuesta, empezó a leer:

“Se debe entrar a una librería como si fuera una mujer desnuda.

Debe hacérselo con todos los sentidos alerta. Con plena disposición para el encuentro inesperado.

Es necesario actuar con pasión, aunque no exenta de cautela. Entusiasmarse, sin olvidar que transitamos un paisaje desconocido.

Hay que preguntarse y preguntar: dónde, cómo, cuándo. Sin embargo, no conviene preguntar por qué. La revelación de los misterios suele matar el misterio.

Hay que explorar, recorrer. Buscar y perderse. Y cuando aparece un rayo en el cielo, pararse exactamente debajo.

A veces, el secreto es la paciencia. En tales casos, conviene recordar que disponemos de manos. Los libros, como las mujeres, están hechos para ser acariciados.

Si de pronto sintiera que el suelo se mueve o que el cielo cae sobre su cabeza, no tema: se trata del milagro, el orgasmo, la comunión. Los libros y las mujeres, cuando se entregan, nos ponen en contacto con lo que muchos llaman la verdad y otros prefieren llamar la vida. Póngale el nombre que quiera, pero déjese llevar por esa ola. Abra las puertas y las ventanas. Vuelva a su madre y cante.

Después, cierre el libro. Deje que ella se cierre. El latido debe regenerarse, la raíz buscar savia nueva. En la noche duerme el agua pura del amanecer y en el silencio se mueven, como peces, las palabras. Hasta que una salta para tocar el sol. Y otras la siguen.

Anímese a entrar en la librería. Allí está el amor”.

Pero el más joven ya no lo escuchaba. Momentos antes, una mujer había traspasado con decisión las puertas del salón y sobrepasando con mayor resolución aún las mesas de novedades se había dirigido hacia los estantes donde descansaban los libros de narrativa, ordenados alfabéticamente. “Está justo delante de la letra f…”, pensó, mientras intentaba asimilar el impacto que le habían provocado los ojos grandes y profundos. “Faulkner, Faulkner, Faulkner”, se repitió a sí mismo, como un poseído.

Y sin pensarlo, sin pagar el café, sin saludar, sin miedo, se lanzó a buscar lo que había encontrado.

 

Publicado en www.lacapital.com.ar

 


Publicado

en

,

por

Etiquetas: