La novela de Julio Cortázar, aparecida a mediados de 1963, revolucionó la narrativa en lengua española y marcó a varias generaciones, con sus inolvidables personajes y su carácter contestatario. Aquí, apuntes y testimonios que destacan la vigencia de un libro inolvidable
Ahora, cuando el volumen de tapa negra con el dibujo alusivo al título descansa, ajado, en las bibliotecas de sus contemporáneos, parece mentira que alguna vez alguien haya tenido que escribir Rayuela. Pero eso no indica otra cosa que la falsa pero persuasiva naturalidad con que algunos pocos libros se convierten en clásicos.
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En 1963, el mundo progresista de habla hispana soñaba, pensaba y actuaba a contrapelo de las instituciones y los lenguajes heredados: se hablaba y se sentía de un modo, pero se escribía dentro del marco de una retórica que a toda una nueva generación le sonaba hueca, gastada, carcomida por el fracaso de un capitalismo con dos guerras mundiales en su haber, un Tercer Mundo sumido en la miseria y el atraso, y dos potencias que mantenían a la humanidad en vilo, bajo la amenaza de una guerra nuclear. Por eso, Rayuela -con su carácter contestatario e iconoclasta- fue recibida con la aceptación que merecen las cosas que llegan para cubrir una necesidad insatisfecha.
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“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas…”, dice Cortázar en el capítulo 7.
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Para la crítica literaria el libro fue, desde entonces y hasta hoy, una divisoria de aguas: la celebraron quienes la entendieron como un quiebre respecto de una tradición novelística que, en otras lenguas, ya conocía otros rumbos, a través de las obras de Proust, Joyce, Kafka o Guimaraes Rosa. La denostaron, a izquierda y derecha, quienes o bien la encontraron escandalosa o bien superficialmente transgresora o, incluso, nihilista.
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A cuarenta años de la explosión de ese libro que, con todas sus dificultades de lectura, vendió cinco mil ejemplares en tres o cuatro meses, resulta indudable casi para todos que su mayor aporte ha sido el dotar a la escritura literaria de una frescura y un riesgo que la acercaron a la poesía, alejándola del tono burocrático de la literatura más cristalizada, de esas novelas que indignaban a Paul Valéry porque comenzaban con frases del tipo “La marquesa salió a las cinco”.
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Pero entonces, en el fragor vertiginoso y esperanzado de la mítica década de 1960, al margen de los discursos de los críticos, fueron sobre todo los jóvenes quienes se sintieron fascinados por la irreverencia lúdica y la capacidad inventiva de un libro cuyos personajes, además de ser entrañables, usan el voseo, saben perderse por las calles de París o Buenos Aires, y tienen relaciones basadas en los afectos y no en los dictados de la moral burguesa. Rayuela fue, para varias generaciones de jóvenes, no sólo la iniciación a la literatura, sino también un catecismo laico, un canon heterodoxo para entender la vida como un arte fugaz y desesperado, cargado de preguntas sin respuestas, pero también del consuelo de la música, los libros y la pintura.
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Aunque, mirada desde hoy, parezca menos perfecta que la siguiente novela de Cortázar, 62: modelo para armar, mantiene intacta su capacidad de conectar al lector con dos cuestiones que, como también dijo Valéry, no dejan de inquietar al hombre: el orden y el desorden. Para Cortázar, ese orden era injusto, y el desorden, un ejercicio gozoso, capaz de atenuar la gran intemperie de todos los hombres.
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Por Guillermo Saavedra
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Aquel deslumbramiento
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Por Liliana Heker
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“Escuchá esto”, me dijo Abelardo Castillo por teléfono. Y sin más introducción, empezó a leer algo que empezaba Bebé Rocamadour, bebé bebé. Rocamadour. Cuando llegó al final, yo estaba borracha de deslumbramiento. En los días que siguieron, no me quedó más remedio que leer salteado el único ejemplar de Rayuela que, tempranamente, había llegado a El Escarabajo de Oro. Hoy lo del glíglico, ayer el incomparable episodio de Madame Trepat, mañana las peripecias de Talita, sobre la tabla, esperando que Oliveira y Traveler dejen de filosofar. Cuando por fin tuve la novela toda para mí, ya se había convertido en un libro sagrado: o se lo adoraba sin cuestionamientos o se era excomulgado del mundo de la cultura. Toda muchacha debía ser la Maga, todo énfasis castigarse con una hache, era necesario odiar los diccionarios y ponerle Rocamadour a la boutique. Hay que tener en cuenta que, aunque Cortázar ya había escrito sus (a mi juicio) tres mejores libros de cuentos, e Historias de Cronopios y de Famas, hasta entonces sólo era conocido (y admirado) por una minoría de lectores. Hay que tener en cuenta que estábamos en los años sesenta: las novedades culturales eran capaces de hacer ruido. Y Rayuela, con el orden de sus capítulos alterado, constituía notoriamente una novedad. No me gustó el ruido que hizo ni me gustó que Cortázar impusiera un orden de lectura (no secuencial, pero tan ordenado como cualquier otro), con la agravante de que (amenazaba el libro) si no se lo cumplía, el transgresor-al-revés se convertiría en un lector hembra. Pensé -sigo pensando- que en general se endiosó a Rayuela por lo que tenía de más epidérmico. Pensé -sigo pensando- que muchas de sus páginas están entre las más bellas que se hayan escrito en idioma argentino.
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La autora es escritora
http://www.lanacion.com.ar/suples/revista/0334/sr_519006.asp
LA NACION | 17.08.2003 | Página 02 | Revista