El maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano Alberto Salcedo Ramos dio una clase pública en la Facultad titulada “La crónica en tiempos de la cólera. O cómo sobrevivir contando historias en tiempos de la indignación exacerbada”. A continuación se transcribe la conferencia del escritor, considerado uno de los mejores periodistas narrativos latinoamericanos.
I En busca de un Jueves Santo
Cuenta Juan José Hoyos que, en sus primeros tiempos como cronista de un importante periódico colombiano, sufrió muchos desengaños por la falta de espacio para publicar sus historias. En realidad, no era que escaseara el espacio, sino que se lo negaban con el argumento de que al público le fastidiaban las crónicas. El país estaba en crisis -le decían- y por eso el mejor camino para acceder al lector era informar escuetamente sobre lo urgente.
Para sortear el escollo, Juan José apeló a dos cualidades de las que nunca se habla en las escuelas de periodismo: resistencia y malicia indígena. Lo primero le sirvió para aguantar los desencantos sin pensar en retirarse y sin contemplar la opción de arrojarse por la ventana. Y lo segundo, para descubrir la única luz posible en medio de aquella oscuridad. Había -¡Eureka!- una manera de publicar sus crónicas cada semana: el truco consistía en mandarlas a la redacción los jueves por la tarde, que era cuando los editores salían del periódico hacia el club a jugar golf.
Conviene que muchos chicos que andan por ahí con ganas de publicar crónicas vayan tomando nota de este inesperado requerimiento: para sobrevivir no basta con aguzar el ojo y cultivar la voz personal: hay que endurecer la piel, blindarse contra las inclemencias del entorno, alinearse sin titubeos en el bando de los testarudos. Sin esa terquedad será imposible sobrevivir a la tiranía de ciertos medios que confunden lo urgente con lo importante, y no por desorientación profesional sino porque, evidentemente, están más interesados en las cuentas que en los cuentos. Y sin duda por eso -como bien lo observa el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez- prefieren una forma telegráfica fácil de digerir, cuyos componentes básicos son los datos, el sensacionalismo y el lenguaje universal de los números. “Bajo esa forma”, añade Vásquez, “el suceso es: ‘Asesinados acaudalado granjero y 3 familiares’; bajo la forma de Capote, ‘A sangre fría’”.
No es justo que, tal y como lo advirtió Ryszard Kapuscinsky unos años antes de morir, los medios masivos subordinen la verdad a lo interesante o lo que se puede vender. Tampoco es justo que un gran sector del periodismo de nuestros países siga creyendo que solo se consiguen noticias de interés poniendo una grabadora al frente de los funcionarios públicos que necesitan hacer sus anuncios o deshacer sus entuertos. Y tampoco es justo que mucha gente digna solo aparezca en las páginas de la gran prensa cuando es víctima de una tragedia. Bienvenido a la realidad, amigo cronista: te vas a topar con ella tarde o temprano. Como es muy posible que la situación persista durante el resto de tu vida, más te vale que no pierdas el tiempo quejándote. Esperar pacientemente la llegada de tu Jueves Santo para publicar, a hurtadillas, esa crónica que te ha quitado el sueño, como hacía Juan José Hoyos a comienzos de los 80, quizás te parezca una pequeñez. Pero no estamos armando el decálogo del pequeño bribón, sino advirtiendo que un buen punto de partida es la testadurez del cronista, su férreo compromiso individual.
II Un asunto de memoria
Los escritores de ficción no son más importantes, per se, que los de no ficción, solo porque imaginen sus argumentos en lugar de apegarse literalmente a los hechos y personajes de la vida real. Raymond Carver, extraordinario poeta y narrador, decía que lo que define a un escritor grande es “esa forma especial de contemplar las cosas y el saber dar una expresión artística a sus contemplaciones”. En un cuentista de la talla de Rulfo se aprecian esos dones, pero lo mismo se puede decir de ciertos escritores notables de no ficción, como Joseph Mitchell y Gay Talese. Hay todavía muchos escritores de ficción convenidos de que quienes escriben no ficción son indignos del calificativo de escritores. Está claro que para ellos literatura es literatura y periodismo es periodismo. Sé de muchos que cuando oyen hablar de periodismo literario sacan la pistola de Goebbels para castigar al hereje. Para ellos, eso es como revolver peras con cebolla larga, o sea, como juntar dos elementos incompatibles, lo exquisito con lo grotesco, o lo memorable con lo fugaz.
Es más frecuente hablar de los aportes de la literatura al periodismo que de los aportes del periodismo a la literatura. Cuando se trata del primer caso, que es lo predominante, se mencionan las técnicas narrativas, el empleo del punto de vista, la construcción de imágenes, el uso de las escenas y la creación de las atmósferas. Todos esos recursos, ciertamente, proceden de la literatura y contribuyen a embellecer el periodismo en lo formal y a dotarlo de un poder mayor de penetración. Pero veo que se habla muchísimo menos de los aportes del periodismo a la literatura, lo cual se me antoja injusto.
Muchos grandes escritores se han referido a su deuda con el periodismo. Pienso, por ejemplo, en Gabriel García Márquez, en Albert Camus, en Truman Capote y, por supuesto, en Ernest Hemingway, aunque este último dijo una vez que el periodismo es bueno para un escritor siempre y cuando lo abandone a tiempo. Yo creo que el periodismo adiestra al escritor en el descubrimiento de los temas esenciales para el hombre. Me parece que en esta profesión uno tiene acceso a un laboratorio excepcional en el que siempre se está en contacto con lo más revelador de la condición humana. Uno aquí ve desde reyes hasta mendigos, truhanes, bárbaros, seres maravillosos, de todo, y eso es útil para construir universos literarios creíbles y ambiciosos. En los últimos años se han incrementado las novelas basadas en hechos y personajes de la realidad. Me atrevería a decir que el periodismo le sirve al escritor para humanizar su escritura y bajarse de la torre en la que a veces se encuentra instalado.
Los periodistas narrativos creemos que para escribir sobre un pueblo remoto no s necesario esperar a que ese pueblo sea asaltado por algún grupo violento o embestido por una catástrofe natural. El académico Norman Sims dice -y yo lo cito, a riesgo de sonar pretencioso- que los periodistas narrativos no andan mendigando las sobras del poder para ejercer sus oficio. Y como si fuera poco, el periodismo narrativo que hoy leemos como información dentro de unos años será leído como memoria.
III La roca de Flaubert
La historia me la contó Julián Lineros, reportero gráfico que ha cubierto muchos sucesos del conflicto armado en Colombia. A un pueblo del Putumayo llamado Piñuña Negra, reconocido fortín del grupo guerrillero las Farc, llegaron en cierta ocasión varios convoyes de soldados regulares con el propósito de erradicar a los insurgentes. Los soldados, según Lineros, se apostaron en varios puntos estratégicos para protegerse del fuego contrario. Los guerrilleros estaban escondidos y lo único de ellos que se percibía en el pueblo era el tableteo de sus ametralladoras. Los soldados demoraros cerca de dos horas disparando impetuosamente contra aquel enemigo invisible. Poco a poco empezaron a notar que las balas de la guerrilla se iban silenciando, hasta que se callaron del todo. “O los matamos”, concluyó el comandante, “o los hicimos huir”.
Después de tomar las precauciones del caso salieron de sus barricadas para otear el panorama. Lo que descubrieron entonces los dejó pasmados: los guerrilleros habían estado en el pueblo ese mismo día, pero se marcharon, al parecer, cuando sintieron llegar a los soldados regulares. Eso sí: antes de irse colocaron en varios radiolas del pueblo discos compactos que contenían disparos pregrabados.
El Ejército, como es apenas obvio, mantuvo en secreto aquella heroica batalla suya contra un escuadrón de CD’s, lo que confirma la sentencia de Manuel Alcántara, el poeta andaluz: “lo curioso no es cómo se escribe la historia, sino cómo se borra”. Una función importante de la crónica es impedir, justamente, que la borren o que pretendan escribirla siempre en pergaminos atildados en los que no hay espacio ni para la derrota ni para el ridículo.
Lo que me gusta de esta historia no es su rareza circense, sino la promesa que me regala: la realidad está llena de sucesos que merecen ser contados y, por tanto, voy a pasarla bien mientras siga siendo cronista. Porque como bien lo dice Leila Guerrero, mi admirada amiga y colega argentina, la realidad, vista por los ojos de los buenos cronistas, “es tan fantástica como la ficción”.
Mi Nirvana no empieza donde hay una noticia sino una historia que me conmueve o me asombra. Una historia que, por ejemplo, me permite narrar lo particular para interpretar lo universal. O que me sirve para mostrar los conflictos del ser humano. Sigo al pie de la letra un viejo consejo de Hemingway: “Escribe sobre lo que conoces”. Eso quiere decir, sobre lo que me habita, sobre lo que me pertenece. Aunque el tema carezca de atractivo mediático, si creo en él los aumo hasta sus últimas consecuencias.
Me sentí especialmente orgullosos de mi oficio el día que leí esta declaración del escritor rumano Mircea Eliade: “En los campos de concentración rusos los prisioneros que tenían la suerte de contar con un narrador de historias en su barracón, han sobrevivido en mayor número. Escuchar historias les ayudó a atravesar el infierno”.
Los contadores de historias también buscamos, a nuestro modo, atravesar el infierno. Flaubert lo dijo hermosamente en una de sus cartas: un escritor se aferra a su obra como a una roca, para no desaparecer bajo las olas del mundo que lo rodea.
IV El oficio más bello del mundo
Me preguntan con frecuencia para qué sirve el periodismo en estos tiempos de redes sociales y vértigo noticioso. Suelo responder que, aunque los periodistas hayamos perdido el monopolio de la información, el periodismo sigue siendo muy útil páralo mismo de siempre: denunciar, informar, narrar, analizar, orientar y, sobre todo, ayudar a entender.
El escritor Héctor Rojas Herazo decía que amaba a quienes buscan la verdad, pero desconfiaba de quienes creen haberla encontrado. Ejerzo el periodismo con un ojo puesto en esa máxima.
Acaso lo mejor de ser periodistas es tener la oportunidad de ponernos en los zapatos de los demás para comprenderlos. Para comprendernos.
El periodismo nos permite ser testigos, y luego contar. Hay que vivir tan situación para saber lo especial que es. Además, haciendo periodismo uno aprende mucho sobre la condición humana.
¿Y lo peor? Supongo que los riesgos, especialmente en aquellos lugares donde, según el poeta Jaime Jaramillo Escobar, exponer las opiniones no atrae a un contradictor sino a un sicario.
O quizás lo peor son los sueldos. En América Latina he conocido legiones de periodistas desencantados de este aspecto del oficio. Es una paradoja triste: mostramos los problemas que tienen otros profesionales por causa de los malos salarios, pero nunca escribimos sobre los que tenemos nosotros por la misma razón.
Sin embargo, nos damos el lujo de ser felices en tales condiciones, y hasta repetimos, en coro con Albert Camus, que el periodismo es el oficio más bello del mundo.
Las nuevas tecnologías han transformado el oficio. Pero tales transformaciones no alteran el fondo de nuestro compromiso. Los medios tradicionales se inventaron la prisa como valor casi único del periodismo, y luego, cuando las redes sociales empezaron a desafiarlos en ese terreno de la velocidad, ya no supieron qué hacer.
Borges decía que no hay nada más nuevo que el periódico de hoy ni nada más viejo que ese mismo periódico al día siguiente. Y eso que en los tiempos de Borges la inmediatez se medía en horas, no en segundos. Si el compositor puertorriqueño Tite Curet Alonso estuviera vivo ya no le diría a su musa que su amor es un periódico de ayer sino que es un tweet de hace diez minutos.
Lo que quiero decir es que la velocidad no puede ser el único valor del periodismo, tampoco el culto a la tecnología. Si Robert Capa vivera también tomaría fotos con un teléfono móvil pero él tendría claro que la herramienta tecnológica es un simple canal del mensaje y no el mensaje mismo. Hay que tener curiosidad, hay que ser acucioso, saber quién sabe lo que uno no sabe y preguntarle como proponía Don Alfonso Castellanos, es una manera muy linda de terminar sabiendo. Uno de los principales mandamientos periodísticos es administrar la ignorancia.
Por último no hay que confundir periódicos con periodismo. Los primeros suelen acabarse cuando no les funciona la parte mercantil. El periodismo es una necesidad social y como tal sobrevivirá aunque no exista ningún periódico.
Conferencia de Alberto Salcedo Ramos, el 21/4/2017 en la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario.